miércoles, 23 de agosto de 2006

Decadencia

Sobre la cima de un abismo interminable que solo desea consumir las miserias que el tiempo desborda, en su insensata búsqueda, por un término agobiante,
que consigue desgarradoramente y que no teme desolaciones ni sin sentidos.

Es solo un delirio, dulce y silencioso, que atrae los más desconocidos sentimientos y que rehuyen de sí mismos, hacia la eternidad o hacia el vacío.

viernes, 4 de agosto de 2006

Ansiedad

Al fin llego a casa. Triste casa. Nadie en ella espera a que llegue, nadie. El día está frío, nublado, corrientemente monótono. La casa esta igual. El silencio es la mejor compañera de la soledad, aunque las letras también puedan llegar a serlo. ¿Y ahora? ¿Qué hacer ahora si nadie espera que haga algo? Necesito hablar, gritar. Necesito desahogar tanta angustia, tanta farsa, tanto tormento. ¿De dónde viene? No lo sé. No estoy segura de nada, y menos tengo la fuerza para estarlo de algo. No sé lo que busco. No se dónde encontrarlo. No sé por qué, pero me inquieta más allá de mi propia voluntad. Sin embargo, hay una solución, aquella que aguarda por mí cada tarde, cada melancólica tarde: la comida. Ella logra las más profundas alegrías que pueda alcanzar, es comprensiva y tan variada como mis estados de ánimo. Ella vive, ella goza, se consume y desaparece tal cual lo haré yo algún día.

Con miradas indecisas ataco al refrigerador, el que complacientemente hace caso de mis súplicas infantiles y procura que mi tristeza no se acelere. Cuanta dicha, cuanto placer. Nada más querría, nada más es lo que puedo lograr. Comer, comer hasta más no poder, hasta dejar de pensar en vacíos internos y comenzar por quejas estomacales. Ésta es la solución a mis insoportables ansias. Y es que a veces necesito sentirme querida, es que a veces necesito amar, olvidar. Que absurda idea, pero qué útil es la comida si no se encuentra valor para seguir mejores opciones.

martes, 1 de agosto de 2006

Sentimientos desechables

Cada tarde se acogía en los brazos de aquel confortable sillón y encendía la televisión, en busca de alguna de las tantas miserables formas por las que conseguía “no pensar”. Los días se le pasaban tal como una gotera. Se conocía cada programación y era persistente en su intento por convencerse de aquel prometedor panorama. Pero no bastaba. Lo que más le gustaba era la hora de las noticias, donde se deleitaba con cada caso, sobre todo si trataban de muertes y masacres al por mayor. Que entretenido era observar tamaño movimiento en búsqueda de noticias de esa envergadura: cientos de asesinados por una bomba, secuestros en escuelas o simples asaltos con homicidio. Cada día una aventura nueva que, por sobre todas las cosas, intentaba no perderse. Y así su rutina fue cambiando de rumbo, centrándose en el capítulo que seguía al siguiente día de la tragedia. Pronto serían comunes las reuniones familiares en torno a televisión, con los amigos, o simplemente, en el horario de la oficina. Los detalles publicados eran una más de las pistas seguidas para el descubrimiento de un nuevo sospechoso en la trama noticiosa. Mas este nuevo interés lo hacia, extrañamente, más miserable. Ya nada le sorprendía, nada era curiosidad a su mirada, ni deleite a sus oídos. La frescura de aquellos tiempos se marchitaba cual pasaban los días. Sus sentimientos eran desechables, su risa condicional, sus pensamientos pesimistas. ¿Que esperanzas tendría así, estando ahogado por información tratada tan inescrupulosamente en los generosos medios de comunicación masiva? Ninguna. Miseria, era lo único que sacaba de provecho. Miseria él, miseria su trabajo, su comuna, su ciudad, su país. Lo peor de todo es que estaba conciente de esto, y nada podía hacer para remediarlo.