Al fin llego a casa. Triste casa. Nadie en ella espera a que llegue, nadie. El día está frío, nublado, corrientemente monótono. La casa esta igual. El silencio es la mejor compañera de la soledad, aunque las letras también puedan llegar a serlo. ¿Y ahora? ¿Qué hacer ahora si nadie espera que haga algo? Necesito hablar, gritar. Necesito desahogar tanta angustia, tanta farsa, tanto tormento. ¿De dónde viene? No lo sé. No estoy segura de nada, y menos tengo la fuerza para estarlo de algo. No sé lo que busco. No se dónde encontrarlo. No sé por qué, pero me inquieta más allá de mi propia voluntad. Sin embargo, hay una solución, aquella que aguarda por mí cada tarde, cada melancólica tarde: la comida. Ella logra las más profundas alegrías que pueda alcanzar, es comprensiva y tan variada como mis estados de ánimo. Ella vive, ella goza, se consume y desaparece tal cual lo haré yo algún día.
Con miradas indecisas ataco al refrigerador, el que complacientemente hace caso de mis súplicas infantiles y procura que mi tristeza no se acelere. Cuanta dicha, cuanto placer. Nada más querría, nada más es lo que puedo lograr. Comer, comer hasta más no poder, hasta dejar de pensar en vacíos internos y comenzar por quejas estomacales. Ésta es la solución a mis insoportables ansias. Y es que a veces necesito sentirme querida, es que a veces necesito amar, olvidar. Que absurda idea, pero qué útil es la comida si no se encuentra valor para seguir mejores opciones.